LA EUCARISTÍA ES EL CORAZÓN DE LA IGLESIA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (03/06/2018)

Jesús prepara para nosotros “un lugar y un alimento”, es decir, el “alimento” Eucarístico, que es Él mismo, que además es “lugar” aquí abajo, – porque es el corazón palpitante de la Iglesia – y lo es también arriba, en la eternidad. La Eucaristía, pues, es la única materia en la tierra que “sabe” a eternidad. Es la “reserva del Paraíso”, un anticipo concreto de lo que nos será dado. Así sintetizado, el Papa Francisco se refirió a la Eucaristía, en la Solemnidad del Corpus Christi, que se celebra este 3 de junio en Italia y en otras partes del mundo. En esta ocasión el Sumo Pontífice peregrinó a Ostia, en la costa romana, para celebrar la Santa Misa en la Parroquia Santa Mónica, cuya primera piedra bendijo su amado predecesor, el Papa Pablo VI, en la celebración de la misma Solemnidad, 50 años atrás. Reproducimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

En el Evangelio que hemos escuchado se narra la Última Cena, pero sorprendentemente la atención está puesta más en los preparativos que en la cena misma. Regresa varias veces el verbo “preparar”. Los discípulos preguntan, por ejemplo: «¿Dónde quieres que vayamos a preparar, para que puedas cenar la Pascua?» (Mc 14, 12). Jesús los envía a preparar con indicaciones precisas y ellos encuentran «una gran sala, amueblada y lista» (v. 15). Los discípulos van a preparar, pero el Señor ya había preparado.

Algo similar ocurre después de la resurrección, cuando Jesús se aparece a los discípulos por tercera vez: mientras pescan, Él los espera en la orilla, donde ya les prepara pan y pescado. Pero al mismo tiempo, pide a los suyos que lleven un poco de los peces que acababan de pescar y que Él les había indicado cómo pescar (cf. Jn 21, 6.9-10). También aquí, Jesús prepara con anticipación y pide a los suyos colaborar. De nuevo, poco antes de la Pascua, Jesús había dicho a los discípulos: «Voy a prepararles un lugar […] para que donde yo esté también estén ustedes» (Jn 14, 2.3). Es Jesús quien prepara, el mismo Jesús que, sin embargo, con fuertes reclamos y parábolas, antes de su Pascua, nos pide prepararnos, estar listos (cf. Mt 24, 44; Lc 12, 40).

Jesús, en suma, prepara para nosotros y nos pide también a nosotros prepararnos. ¿Qué prepara Jesús para nosotros? Prepara un lugar y un alimento. Un lugar, mucho más digno que la «gran sala amueblada» del Evangelio. Es nuestra casa espaciosa y vasta aquí abajo, la Iglesia, donde hay y debe haber un lugar para todos. Pero nos ha reservado también un lugar arriba, en el paraíso, para estar juntos con Él y entre nosotros para siempre. Además del lugar nos prepara un alimento, un Pan que es Él mismo: «Tomen, esto es mi cuerpo» (Mc 14, 22). Estos dos dones, el lugar y el alimento, son lo que nos sirve para vivir. Son la comida y el alojamiento definitivos. Ambos se nos dan en la Eucaristía. Lugar y alimento.

Aquí Jesús nos prepara un lugar aquí abajo, porque la Eucaristía es el corazón palpitante de la Iglesia, la genera y la regenera, la reúne y le da fuerza. Pero la Eucaristía nos prepara también un puesto allá, en la eternidad, porque es el Pan del cielo. Viene de allí, es la única materia en esta tierra que sabe realmente a eternidad. Es el pan del futuro, que ya ahora nos hace pregustar un futuro infinitamente más grande que toda mejor expectativa. Es el pan que sacia nuestros deseos más grandes y alimenta nuestros sueños más bellos. Es, en una palabra, la prenda de la vida eterna: no sólo una promesa, sino una prenda, es decir un anticipo, un anticipo concreto de lo que nos será dado. La Eucaristía es la “reserva” del paraíso; es Jesús, viático de nuestro camino hacia esa vida bienaventurada que no acabará nunca.

En la Hostia consagrada, además del lugar, Jesús nos prepara el alimento, la comida. En la vida necesitamos continuamente alimentarnos, y no solo de comida, sino también de proyectos y afectos, de deseos y esperanzas. Tenemos hambre de ser amados. Pero los elogios más agradables, los regalos más bellos y las tecnologías más avanzadas no bastan, no nos sacian del todo jamás. La Eucaristía es un alimento simple, como el pan, pero es el único que sacia, porque no hay amor más grande. Allí encontramos a Jesús realmente, compartimos su vida, sentimos su amor; allí puedes experimentar que su muerte y resurrección son para ti. Y cuando adoras a Jesús en la Eucaristía recibes de Él el Espíritu Santo y encuentras paz y alegría. Queridos hermanos y hermanas, escojamos este alimento de vida: ¡pongamos en primer lugar la Misa, descubramos la adoración en nuestras comunidades! Pidamos la gracia de estar hambrientos de Dios, nunca saciados de recibir lo que Él prepara para nosotros.

Pero, como a los discípulos entonces, también hoy a nosotros Jesús nos pide prepararnos. Como los discípulos le preguntamos: “Señor, ¿dónde quieres que vayamos a preparar?”. Dónde: Jesús no prefiere lugares exclusivos y excluyentes. El busca lugares no alcanzados por el amor, no tocados por la esperanza. A esos lugares incómodos desea ir y nos pide a nosotros hacerle los preparativos. ¡Cuántas personas son privadas de un lugar digno para vivir y del alimento para comer! Pero todos conocemos a personas solas, sufrientes, necesitadas: son tabernáculos abandonados. Nosotros, que recibimos de Jesús comida y alojamiento, estamos aquí para preparar un lugar y un alimento a estos hermanos más débiles. Él se ha hecho pan partido para nosotros; nos pide donarnos a los demás, no vivir más para nosotros mismos, sino el uno para el otro. Así se vive eucarísticamente: derramando en el mundo el amor que tomamos de la carne del Señor. La Eucaristía en la vida se traduce pasando del yo al tú.

Los discípulos, dice de nuevo el Evangelio, prepararon la Cena después de haber «entrado a la ciudad» (v. 16). El Señor nos llama también hoy a preparar su llegada no quedándonos afuera, distantes, sino entrando en nuestras ciudades. También en esta ciudad, cuyo nombre – “Ostia” – recuerda precisamente el ingreso, la puerta. Señor, ¿qué puertas quieres que abramos aquí? ¿Qué portones nos llamas a abrir, qué cerrazones debemos superar? Jesús desea que sean abatidos los muros de la indiferencia y del silencio cómplice, arrancadas las rejas de los abusos y las prepotencias, abiertas las vías de la justicia, del decoro y la legalidad. El amplio paseo marítimo de esta ciudad recuerda la belleza de abrirse y remar mar adentro en la vida. Pero para hacer esto se necesita desatar esos nudos que nos atan a los muelles del miedo y de la opresión. La Eucaristía invita a dejarse transportar por la ola de Jesús, a no permanecer varados en la playa en espera de que algo llegue, sino a zarpar libres, valientes, unidos.

Los discípulos, concluye el Evangelio, «después de cantar el himno, salieron» (v. 26). Al terminar la Misa, también nosotros saldremos. Caminaremos con Jesús, que recorrerá las calles de esta ciudad. Él desea habitar en medio de ustedes. Quiere visitar las situaciones, entrar en las casas, ofrecer su misericordia liberadora, bendecir, consolar. Han probado situaciones dolorosas; el Señor quiere estar cerca. Abrámosle las puertas y digámosle:

Ven, Señor, a visitarnos.
Te acogemos en nuestros corazones,
en nuestras familias, en nuestra ciudad.
Gracias porque nos preparas el alimento de la vida
y un lugar en tu Reino.
Haznos preparadores activos,
portadores gozosos de Ti que eres la vida,
para llevar fraternidad, justicia y paz
en nuestras calles. Amén.

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