HUMILDAD, DESINTERÉS Y BIENAVENTURANZA: PALABRAS DEL PAPA EN LA V CONVENCIÓN DE LA IGLESIA ITALIANA, EN FLORENCIA (10/11/2015)

Invitando a la esperanza en Cristo, en su denso discurso, de casi 50 minutos, a los representantes de la V Convención de la Iglesia italiana - en la catedral florentina de Santa María de la Flor - el Papa Francisco no quiso diseñar un «nuevo humanismo» «abstracto», sino presentar con sencillez algunos rasgos del «humanismo cristiano», que es el de los «sentimientos de Cristo Jesús», entre los cuales ha destacado al menos tres: humildad, desinterés, bienaventuranza.

Compartimos a continuación el texto completo de su discurso, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, en la cúpula de esta bellísima catedral está representado el Juicio Universal. Al centro está Jesús, nuestra luz. La inscripción que se lee en el ápice del fresco es “Ecce Homo”. Mirando esta cúpula somos atraídos hacia lo alto, mientras contemplamos la transformación del Cristo juzgado por Pilato en el Cristo ascendido al trono del juez. Un ángel le lleva la espada, pero Jesús no asume los símbolos del juicio, por el contrario, eleva la mano derecha mostrando las marcas de la pasión, porque Él “se ha entregado a sí mismo en rescate por todos” (1 Tm 2, 6). “Dios no ha enviado a si Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio Suyo” (Jn 3, 17).

A la luz de este Juez de misericordia, nuestras rodillas se doblan en adoración y nuestras manos y nuestros pies se fortalecen. Podemos hablar de humanismo solamente a partir de la centralidad de Jesús, descubriendo en Él los trazos del rostro auténtico del hombre. Es la contemplación del rostro de Jesús muerto y resucitado la que reconstruye nuestra humanidad, desde aquélla fragmentada por las fatigas de la vida o marcada por el pecado. No debemos domesticar el poder del rostro de Cristo. El rostro es la imagen de su trascendencia. Es el “misericordiae vultus”. Dejémonos mirar por Él. Jesús es nuestro humanismo. Dejemonos inquietar siempre por su pregunta: “Ustedes, ¿quién dicen que soy Yo? (Mt 16, 15)

Mirando su rostro, ¿qué vemos? Ante todo el rostro de un Dios “vaciado”, de un Dios que ha asumido la condición de siervo, humillado y obediente hasta la muerte (cfr Fil 2, 7). El rostro de Jesús es similar a aquél de tantos de nuestros hermanos, humillados, hechos esclavos, vaciados. Dios ha asumido su rostro. Y ese rostro nos mira. Dios - que es “el ser de quien no se puede pensar algo mayor”, como decía San Anselmo, o el “Deus semper maior” de San Ignacio de Loyola - se hace siempre más grande que sí mismo, abajándose. Si no nos abajamos no podremos ver su rostro. No veremos nada de su plenitud si no aceptamos que Dios se ha vaciado. Y por tanto no entenderemos nada del humanismo cristiano y nuestras palabras serán bellas, cultas, refinadas pero no serán palabras de fe. Serán palabras que resuenan como vacías.

No quiero aquí, diseñar en abstracto un “nuevo humanismo”, una cierta idea del hombre, sino presentar con simplicidad algunos rasgos del humanismo cristiano que es el de los “sentimientos de Cristo Jesús” (Fil 2,5). No son sensaciones abstractas provisionales del alma, sino representan la cálida fuerza interior que nos hace capaces de vivir y de tomar decisiones.

¿Cuáles son estos sentimientos? Quiero hoy presentarles al menos tres.

El primer sentimiento es la humildad. “Cada uno de ustedes, con toda humildad, considere a los demás superiores a sí mismo” (Fil 2, 3), dice San Pablo a los Filipenses. Más adelante el Apóstol habla del hecho de que Jesús no considera un “privilegio” ser como Dios (Fil 2, 6). Aquí hay un mensaje preciso. La obsesión de preservar la propia gloria, la propia “dignidad”, la propia influencia no debe formar parte de nuestros sentimientos. Debemos perseguir la gloria de Dios, y esta no coincide con la nuestra. La gloria de Dios que brilla en la humildad de la gruta de Belén o en el deshonor de la cruz de Cristo nos sorprende siempre.

Otro sentimiento de Jesús que da forma al humanismo cristiano es el desinterés. “Cada uno no busque el propio interés, sino el de los demás” (Fil 2, 4), pide también San Pablo. Entonces, más que el desinterés, debemos buscar la felicidad de los que tenemos junto. La humanidad del cristiano está siempre en salida. No es narcisista, autoreferencial. Cuando nuestro corazón es rico y está satisfecho de sí mismo, no hay nunca lugar para Dios. Evitemos, por favor, “encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa protección, en las normas que se transforman en juicios implacables, en los hábitos en que nos sentimos tranquilos” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).

Nuestro deber es trabajar para hacer de este mundo un lugar mejor y luchar. Nuestra fe es revolucionaria por un impulso que viene del Espíritu Santo. Debemos seguir este impulso para salir de nosotros mismos, para ser hombres según el Evangelio de Jesús. Cualquier vida se decide por la capacidad de donarse. Es ahí que se trasciende a sí misma, que llega a ser fecunda.

Un ulterior sentimiento de Cristo Jesús es el de la bienaventuranza. El cristiano es un bienaventurado, tiene en sí la alegría del Evangelio. En las bienaventuranzas el Señor nos indica el camino. Recorriéndolo, los seres humanos podemos llegar a la felicidad más auténticamente humana y divina. Jesús habla de la felicidad que experimentamos sólo cuando somos pobres en el espíritu. Para los grandes santos, la bienaventuranza tiene que ver con humillación y pobreza. Pero también en la parte más humilde de nuestra gente hay mucho de esta bienaventuranza: es aquélla de quien conoce la riqueza de la solidaridad, del compartir aún lo poco que se posee; la riqueza del sacrificio cotidiano de un trabajo, a veces duro y mal pagado, pero realizado por amor hacia las personas queridas; y también aquél de las propias miserias que, sin embargo, vividas con fe en la providencia y en la misericordia de Dios Padre, alimentan una grandeza humilde.

Las bienaventuranzas que leemos en el Evangelio inician con una bendición y terminan con una promesa de consolación. Nos introducen a través de un sentimiento de grandeza posible, aquél del espíritu, y cuando el espíritu está listo, todo lo demás viene de sí. Es cierto, si no tenemos el corazón abierto al Espíritu Santo, parecerán tonterías porque no nos llevan al “éxito”. Para ser “bienaventurados”, para gustar la consolación de la amistad con Jesucristo, es necesario tener el corazón abierto. La bienaventuranza es una apuesta laboriosa, hecha de renuncias, escucha y aprendizaje, cuyos frutos se recogen con el tiempo, regalándonos una paz incomparable: “Prueben y vean qué bueno es el Señor” (Sal 34,9).

Humildad, desinterés, bienaventuranza. Estos son los tres rasgos que quiero hoy presentar a su meditación sobre el humanismo cristiano que nace de la humanidad del Hijo de Dios. Y estos rasgos dicen algunas cosas también a la Iglesia italiana que hoy se reúne para caminar juntos en un ejemplo de sinodalidad. Estos rasgos nos dicen que no debemos estar obsesionados por el “poder”, también cuando éste toma el rostro de un poder útil y funcional para la imagen social de la Iglesia. Si la Iglesia no asume los sentimientos de Jesús, se desorienta, pierde el sentido. Si los asume, en cambio, estará a la altura de su misión. Los sentimientos de Jesús nos dicen que una Iglesia que piensa en sí misma y en sus propios intereses será triste. Las bienaventuranzas, en fin, son el espejo en el cual mirarse, aquello que permite saber si estamos caminando por el sendero justo. Y un espejo que no miente.

Una Iglesia que presenta estos tres rasgos - humildad, desinterés, bienaventuranzas - es una Iglesia que sabe reconocer las acciones del Señor en el mundo, en la cultura, en la vida cotidiana de la gente. Lo he dicho más de una vez y lo repito ahora a ustedes: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y sucia por haber salido a las calles, sobre una Iglesia enferma por la cerrazón y la comodidad de aferrarse a sus propias inseguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine encerrada en una maraña de obsesiones y procedimientos” (Evangelii gaudium, 49).

Pero sabemos que las tentaciones existen; las tentaciones a afrontar son muchas. Les presento al menos dos. No se asusten, esto no será una lista de tentaciones. Como aquellas quince que dije a la Curia.

La primera de ellas es la pelagiana. Esta empuja a la Iglesia a no ser humilde, desinteresada y bienaventurada. Y lo hace con la apariencia de un bien. El pelagianismo nos lleva a tener fe en las estructuras, en las organizaciones, en las planificaciones perfectas pero abstractas. A menudo nos lleva también a asumir un estilo de control, de dureza, de normatividad. La norma da al pelagiano la seguridad de sentirse superior, de tener una orientación precisa. En esto encuentra su fuerza, no en la ligereza del soplo del Espíritu. Frente a los males o a los problemas de la Iglesia es inútil buscar soluciones en conservadurismos y fundamentalismos, en la restauración de conductas y formas superadas que ni siquiera culturalmente tienen capacidad de ser significativas. La doctrina cristiana no es un sistema cerrado incapaz de generar preguntas, dudas, interrogantes, sino que está viva, sabe inquietar, sabe animar. Tiene un rostro no rígido, tiene un cuerpo que se mueve y se desarrolla, tiene carne tierna. La doctrina cristiana se llama Jesucristo.

La reforma de la Iglesia entonces - y la Iglesia es “semper reformanda” - es ajena al pelagianismo. No termina con el enésimo plan para cambiar las estructuras. significa en cambio, comprometerse y enraizarse en Cristo dejándose conducir por el Espíritu. Entonces todo será posible con genio y creatividad.

Que la Iglesia italiana se deje llevar por su soplo poderoso y por eso sea, a veces, inquietante. Que asuma siempre el espíritu de sus grandes exploradores que sobre sus naves han sido apasionados de la navegación en mar abierto y no se espante de las fronteras y de las tempestades. Que sea una Iglesia libre y abierta a los desafíos del presente, nunca a la defensiva por el temor a perder cualquier cosa. Y, encontrando a la gente a lo largo del camino, asuma el propósito de San Pablo: “Me he hecho débil por los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo por todos, para salvar a cualquier costo a alguno” (1 Cor 9, 22).

Una segunda tentación a vencer es la del gnosticismo. Esta lleva a confiar en el el razonamiento lógico y claro, el cual sin embargo pierde la ternura de la carne del hermano. La fascinación del gnosticismo es el de “una fe encerrada en el subjetivismo, donde interesa únicamente una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que se piensa pueden confortar e iluminar, pero donde el sujeto en definitiva permanece cerrado a la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos” (Evangelii gaudium, 94). El gnosticismo no puede trascender.

La diferencia entre la trascendencia cristiana y cualquier forma de espiritualismo gnóstico está en el misterio de la encarnación. No poner en práctica, no llevar la Palabra a la realidad, significa construir sobre la arena, permanecer en la pura idea es degenerar en intimismos que no dan fruto, que hacen estéril su dinamismo.

La Iglesia italiana tiene grandes santos cuyos ejemplos pueden ayudarla a vivir la fe con humildad, desinterés y alegría, desde Francisco de Asís hasta Felipe Neri. Pero pensemos también en la simplicidad de personajes inventados como Don Camilo que hacía pareja con Peppone. Me impacta como en la historia de Guareschi, la oración de un buen párroco se une a la evidente cercanía con la gente. De sí, don Camilo decía: “Soy un pobre padre de campo que conoce a sus parroquianos uno por uno, los ama, que sabe los dolores y las alegrías, que sufre y sabe reír son ellos”. Cercanía a la gente y oración son la llave para vivir un humanismo cristiano popular, humilde, generoso, alegre. Si perdemos este contacto con el pueblo fiel de Dios, perdemos en humanidad y no vamos a ninguna parte.

Pero ahora, ¿qué debemos hacer, padre? - dirán ustedes. ¿Qué nos está pidiendo el Papa?

Les toca a ustedes decidir: pueblo y pastores juntos. Yo hoy, simplemente los invito a alzar la cabeza y a contemplar una vez más al Ecce Homo que tenemos sobre nuestras cabezas. Detengámonos a contemplar la escena. Volvamos al Jesús que aquí esta representado como Juez universal. ¿Qué sucederá cuando “el Hijo del hombre vendrá en su gloria y todos los ángeles con él, y se sentará en el trono de su gloria” (Mt 25, 31)? ¿Qué nos dice Jesús?

Podemos imaginar a este Jesús que está sobre nuestras cabezas decir a cada uno y a la Iglesia italiana algunas palabras. Podría decirnos: “Vengan, benditos de mi Padre, reciban en herencia el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, era extranjero y me acogieron, desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, estaba en la cárcel y vinieron a buscarme” (Mt 25, 34-36). Me viene a la mente el padre que acogió a este padre muy joven que dio testimonio.

Pero podría también decirnos: “Váyanse, lejos de mi, malditos, al fuego eterno, preparado por el diablo y por sus ángeles, porque tuve hambre y no me dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber, era extranjero y no me acogieron, desnudo y no me vistieron, enfermo y en la cárcel y no me visitaron” (Mt 25, 41-43).

Las bienaventuranzas y las palabras que apenas hemos leído sobre el juicio universal nos ayudan a vivir la vida cristiana al nivel de santidad. Son pocas palabras, simples, pero prácticas. Dos pilares: las bienaventuranzas y las palabras de juicio final. Que el Señor nos de la gracia de entender este mensaje suyo. Y miremos una vez más los rasgos del rostro de Jesús y sus gestos. Veamos a Jesús que come y bebe con los pecadores (Mc 2, 16; Mt 11, 19); contemplémoslo mientras conversa con la samaritana (Jn 4, 7-26); espiémoslo mientras encuentra de noche a Nicodemo (Jn 3,1-21); gustemos con afecto la escena en que se hace ungir los pies por una prostituta (cfr Lc 7, 36-50); sintamos su saliva sobre la punta de nuestra lengua que así se destraba (Mc 7, 33). Admiremos la “simpatía de todo el pueblo” que circunda a sus discípulos, esto es a nosotros, y experimentemos su “alegría y simplicidad de corazón” (Hch 2, 46-47).

A los obispos les pido ser pastores. Nada más: pastores. Que esta sea su alegría: “Soy pastor”. Que la gente, su rebaño, los sostenga. Recientemente leí de un obispo que contaba que estaba en el metro en la hora pico y había tanta gente que no sabía dónde meter la mano para agarrarse. Empujado a la derecha y a la izquierda, se apoyaba en las personas para no caerse. Y así pensó que, más allá de la oración, aquello que hace mantenerse de pie a un obispo, es su gente.

Que nada ni nadie les quite la alegría de ser sostenidos por su pueblo. Como pastores sean no predicadores de compleja doctrina, sino anunciadores de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Apunten a lo esencial, al kerygma. No hay nada más sólido, profundo y seguro que este anuncio. Pero que sea todo el pueblo de Dios quien anuncie el Evangelio, pueblo y pastores, quiero decir. He expresado mi preocupación pastoral en la exhortación apostólica Evangelii gaudium (cfr nn. 111-134).

A toda la Iglesia italiana recomiendo lo que he indicado en esa Exhortación: la inclusión social de los pobres, que tienen un puesto privilegiado en el pueblo de Dios y la capacidad de encuentro y de diálogo para favorecer la amistad social en su País, buscando el bien común.

La opción por los pobres es una “forma especial de primado en el ejercicio de la caridad cristiana, testimoniada en toda la Tradición de la Iglesia” (Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 42). Esta opción “está implícita en la fe cristológica en ese Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (Benedicto XVI, Discurso en la Sesión inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe). Los pobres conocen bien los sentimientos de Cristo Jesús porque por experiencia conocen al Cristo sufriente. “Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a comprenderlos y a acoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través suyo” (Evangelii gaudium, 198).

Que Dios proteja a la Iglesia italiana de todo poder sustituto, de imagen, de dinero. La pobreza evangélica es creativa, acoge, sostiene y es rica de esperanza.

Estamos aquí en Florencia, ciudad de la belleza. ¡Cuánta belleza en esta ciudad a sido puesta al servicio de la caridad! Pienso en el Hospital de los Inocentes, por ejemplo. Una de las primeras obras arquitectónicas renacentistas fue creada para el servicio de los niños abandonados y las madres desesperadas. A menudo estas madres dejaban, junto a los recién nacidos, sus medallas partidas a la mitad, con las cuales esperaban, presentando la otra mitad, poder reconocer a sus propios hijos en tiempos mejores. Así, debemos imaginar que nuestros pobres tienen una medalla partida. Nosotros tenemos la otra mitad. Porque la Iglesia madre tiene en Italia la mitad de la medalla de todos y reconoce a todos sus hijos abandonados, oprimidos, fatigados. Y esto es desde siempre una de sus virtudes, porque bien saben que el Señor a derramado su sangre no por algunos, ni por muchos, sino por todos.

Les recomiendo también, de manera especial, la capacidad de diálogo y de encuentro. Dialogar no es negociar. Negociar es buscar obtener la propia “rebanada” del pastel de todos. No es esto lo que quiero decir. Es buscar el bien común para todos. Discutir juntos, me atrevo a decir enojarse juntos, pensar en las mejores soluciones para todos. Muchas veces el encuentro se ve envuelto en el conflicto. En el diálogo se da el conflicto. Es lógico y previsible que sea así. Y no debemos temerlo ni ignorarlo sino aceptarlo. “Aceptar y soportar el conflicto, resolverlo y transformarlo en un anhelo de conexión de un nuevo proceso” (Evangelii gaudium, 227).

Pero debemos recordar siempre que no existe humanismo auténtico que no contemple el amor como vínculo entre los seres humanos, sea de naturaleza interpersonal, íntima, social, política o intelectual. Sobre esto se funda la necesidad del diálogo y del encuentro para construir juntos con los demás la sociedad civil. Sabemos que la mejor respuesta a la conflictualidad del ser humano del célebre “homo homini lupus” de Thomas Hobbes es el “Ecce homo” de Jesús que no recrimina, sino acoge y, pagando en persona, salva.

La sociedad italiana se construye cuando sus diversas riquezas culturales puedan dialogar en modo constructivo: la popular, la académica, la juvenil, la artística, la tecnológica, la económica, la política, la de los medios… Que la Iglesia sea fermento de diálogo, de encuentro, de unidad. Del resto, que nuestras propias formulaciones de fe sean fruto de un diálogo y de un encuentro entre culturas, comunidades e instancias diferentes. No debemos tener miedo del diálogo. Al contrario, es justamente la confrontación y la crítica la que nos ayuda a evitar que la teología se convierta en ideología.

Recuerden además que el mejor modo para dialogar no es el de hablar y discutir, sino el de hacer cualquier cosa juntos, de construir juntos, de proteger. No solos, entre católicos, sino juntos con todos aquellos que tengan buena voluntad.

Y sin miedo de llevar a cabo el éxodo necesario en todo diálogo auténtico. De otro modo no es posible comprender la razón del otro, ni entender hasta el fondo que el hermano cuenta más que las posiciones que juzgamos lejanas a las nuestras como auténtica certeza. Es hermano.

Pero la Iglesia también sabe dar una respuesta clara frente a las amenazas que emergen al interior del debate público: esta es una de las maneras de la contribución específica de los creyentes a la construcción de la sociedad común. Los creyentes son ciudadanos. Y lo digo aquí en Florencia, donde arte, fe y ciudadanía siempre se han comportado en un equilibrio dinámico entre denuncia y propuesta. La nación no es un museo, sino una obra colectiva en permanente construcción en la cual se ponen en común justamente las cosas que diferencian, incluidas las pertenencias políticas o religiosas.

Hago un llamado sobretodo “a ustedes, jóvenes, porque son fuertes” decía el Apóstol Juan (1 Jn 1,14). Jóvenes, superen la apatía. Que ninguno desprecie su juventud, pero aprendan a ser modelos en el hablar y en el actuar (cfr 1 Tm 4,12). Les pido ser constructores de Italia, que se pongan a trabajar para una mejor Italia. Por favor, no miren la vida desde el balcón, sino comprométanse, estén inmersos en el amplio diálogo social y político. Que las manos de su fe se alcen hacia el cielo, pero háganlo mientras edifican una ciudad construida sobre relaciones en las que el amor de Dios es el fundamento. Y así serán libres de aceptar los desafíos de hoy, de vivir los cambios y las transformaciones.

Se puede decir que hoy no vivimos una época de cambios sino un cambio de época. Las situaciones que vivimos hoy plantean por tanto nuevos desafíos que para nosotros a veces parecen difíciles de comprender. Este nuestro tiempo pide vivir los problemas como desafíos y no como obstáculos. El Señor está activo y trabaja en el mundo. Ustedes, por tanto, salgan por las calles y vayan a los cruceros: a todos los que encuentren, llámenlos, que ninguno quede excluido (cfr Mt 22, 9). Sobre todo acompañen a los que se han quedado al borde del camino, “cojos, lisiados, ciegos, sordos” (Mt 15, 30). Dondequiera que estén, no construyan jamás muros ni fronteras, sino plazas y hospitales de campo.

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Me gusta una Iglesia italiana inquieta, siempre más cercana a los abandonados, a los olvidados, a los imperfectos. Deseo una Iglesia alegre con rostro de mamá, que comprende, que acompaña, acaricia. Sueñen también ustedes esta Iglesia, crean en ella, innoven con libertad. El humanismo cristiano que estamos llamados a vivir afirma radicalmente la dignidad de toda persona como Hijo de Dios, establece entre todo ser humano una fundamental fraternidad, enseña a comprender el trabajo, ha habitar la creación como casa común, proporciona razones para la alegría y el humorismo, aún en medio de una vida tantas veces muy dura.

A pesar de que no me toca decir como realizar hoy este sueño, permítanme solo dejarles una indicación para los próximos años: en toda comunidad, en toda parroquia e institución, en toda Diócesis y circunscripción, en toda región, busquen comenzar, en modo sinodal, una profundización de la Evangelii gaudium, para trazar desde esos criterio prácticos y para actuar sus disposiciones, especialmente sobre las tres o cuatro prioridades que habrán individualizado en esta convención. Estoy seguro de su capacidad de ponerse en movimiento creativo para concretizar este estudio. Estoy seguro porque son una Iglesia adulta, antiquísima en la fe, sólida en las raíces y amplia en los frutos. Por ello sean creativos en exprimir ese genio que sus grandes, desde Dante hasta Miguel Ángel, han expresado de manera inigualable. Crean en el genio del cristianismo italiano, que no es patrimonio ni de un individuo ni de una élite, sino de la comunidad, del pueblo de este extraordinario País.

Les encomiendo a María, que aquí en Florencia se venera como la “Santísima Anunciada”. En el fresco que se encuentra en la Basílica del mismo nombre - a donde iré dentro de poco - el ángel calla y María habla diciendo «Ecce ancilla Domini». En esas palabras estamos todos nosotros. Que toda la Iglesia italiana las pronuncie con María. Gracias.

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