LA PRINCIPAL TAREA DEL SÍNODO ES VOLVER A PONER A DIOS EN EL CENTRO: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA DE APERTURA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS (04/10/2023)

“El Espíritu Santo a menudo deshace nuestras expectativas, para crear algo nuevo que supera nuestras previsiones y negatividades”: así el Papa Francisco alentó este 4 de octubre, en su homilía en la Santa Misa con los nuevos Cardenales y el Colegio Cardenalicio, en la Apertura de la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, a la Iglesia toda que se apresta a vivir esta nueva etapa del camino sinodal. La mirada de Jesús que bendice y acoge, es la clave con la que el Santo Padre animó a “ver más allá”. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducida del italiano:

El Evangelio que hemos escuchado está precedido por el relato de un momento difícil de la misión de Jesús, que podríamos definir de “desolación pastoral”. Juan Bautista duda de que él fuera realmente el Mesías; muchas ciudades por las que había pasado, a pesar de los prodigios realizados, no se han convertido; la gente lo acusa de ser un comelón y un borracho, mientras poco antes se lamentaba del Bautista porque era demasiado austero (cf. Mt 11, 2-24). Sin embargo, vemos que Jesús no se deja vencer por la tristeza, sino que levanta los ojos al cielo y bendice al Padre porque ha revelado a los sencillos los misterios del Reino de Dios: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los doctos y las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). En el momento de la desolación, por tanto, Jesús tiene una mirada que capaz de ver más allá: alaba la sabiduría del Padre y logra captar el bien escondido que crece, la semilla de la Palabra acogida por los sencillos, la luz del Reino de Dios que se abre camino incluso en la noche.

Queridos hermanos Cardenales, hermanos obispos, hermanos y hermanas, estamos en la apertura de la Asamblea Sinodal. Y no nos sirve tener una mirada inmanente, hecha de estrategias humanas, cálculos políticos o batallas ideológicas ― si el Sínodo permitirá esto o lo otro; abrirá esta puerta, aquella otra ―; esto no sirve. No estamos aquí para realizar una reunión parlamentaria o un plan de reformas. El Sínodo, queridos hermanos y hermanas, no es un parlamento. El protagonista es el Espíritu Santo. No. No estamos aquí para hacer un parlamento, sino para caminar juntos con la mirada de Jesús, que bendice al Padre y acoge a todos los que están afligidos y oprimidos. Partamos, pues, de la mirada de Jesús, que es una mirada que bendice y acoge.

1. Veamos el primer aspecto: una mirada que bendice. Aún habiendo experimentado el rechazo y haber visto a su alrededor tanta dureza de corazón, Cristo no se deja aprisionar por la desilusión, no se vuelve amargo, no extingue la alabanza; su corazón, cimentado sobre la primacía del Padre, permanece sereno aún en la tormenta.

Esta mirada de bendición del Señor nos invita también a nosotros a ser una Iglesia que, con ánimo alegre, contempla la acción de Dios y discierne el presente. Y que, en medio de las olas a veces agitadas de nuestro tiempo, no se desanima, no busca escapatorias ideológicas, no se atrinchera detrás de convicciones adquiridas, no cede a soluciones cómodas, no deja que el mundo le dicte su agenda. Esta es la sabiduría espiritual de la Iglesia, sintetizada con serenidad por San Juan XXIII: «Es necesario ante todo que la Iglesia nunca aparte los ojos del sacro patrimonio de la verdad recibido de los antiguos; y al mismo tiempo necesita mirar también al presente, que ha implicado nuevas condiciones y formas de vida y que ha abierto nuevos caminos al apostolado» (Discurso para la solemne apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 octubre 1962).

La mirada de bendición de Jesús nos invita a ser una Iglesia que no afronta los desafíos y los problemas de hoy con un espíritu de división y de conflicto, sino que, por el contrario, vuelve los ojos a Dios que es comunión y, con asombro y humildad, lo bendice y lo adora, reconociéndolo como su único Señor. Le pertenecemos a Él y ― recordémoslo ―, existimos sólo para llevarlo a Él al mundo. Como nos dijo el Apóstol Pablo, sólo podemos gloriarnos «en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6, 14). Esto basta, sólo Él nos basta. No queremos glorias terrenales, no queremos quedar bien a los ojos del mundo, sino llegar a él con el consuelo del Evangelio, para dar mejor testimonio, y a todos, del amor infinito de Dios. De hecho, como afirmó Benedicto XVI precisamente hablando a una Asamblea sinodal, «la cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy, para que se convierta en salvación?» (Meditación durante la I Congregación General de la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 8 octubre 2012). Esta es la cuestión fundamental. Y esta es la principal tarea del Sínodo: volver a centrar nuestra mirada en Dios, para ser una Iglesia que mira con misericordia a la humanidad. Una Iglesia unida y fraterna ― o al menos que busca estar unida y ser fraterna―, que escucha y dialoga; una Iglesia que bendice y anima, que ayuda a quienes buscan al Señor, que sacude saludablemente a los indiferentes, que pone en marcha itinerarios para iniciar a las personas en la belleza de la fe. Una Iglesia que tiene a Dios en el centro y que, por ello, no se divide internamente y nunca es áspera externamente. Una Iglesia que se arriesga con Jesús. Así Jesús quiere a la Iglesia, así quiere a su Esposa.

2. Después de esta mirada de bendición, contemplamos la mirada que acoge de Cristo. Mientras aquellos que se creen sabios no logran reconocer la obra de Dios, Él exulta en el Padre porque se revela a los pequeños, a los sencillos, a los pobres de espíritu. Una vez había una dificultad en una parroquia y la gente hablaba de esa dificultad, me decía cosas. Y una anciana, muy anciana, una señora del pueblo, casi analfabeta, hizo una intervención como la de un teólogo, y con mucha mansedumbre y sabiduría espiritual ofreció su contribución. Recuerdo aquel momento como una revelación del Señor, también con alegría; y se me ocurrió preguntarle: “Dígame, señora, ¿dónde estudió usted, con Royo Marín, esa teología tan fuerte?”. La gente sabia del pueblo tiene esta fe. Y por eso, en toda su vida, Él asume esta mirada acogedora hacia los más débiles, los que sufren, los descartados. A ellos, en particular, se dirige diciendo lo que hemos escuchado: «Vengan a mí, todos ustedes que están cansados y oprimidos, y yo los haré descansar» (Mt 11, 28).

Esta mirada acogedora de Jesús nos invita también a nosotros a ser una Iglesia que acoge, no con las puertas cerradas. En una época compleja como la nuestra, surgen desafíos culturales y pastorales nuevos, que requieren una actitud interior cordial y amable, para poder confrontarnos sin miedo. En el diálogo sinodal, en esta hermosa “marcha en el Espíritu Santo”, que realizamos juntos como Pueblo de Dios, podemos crecer en la unidad y en la amistad con el Señor para mirar los desafíos de hoy con su mirada; para convertirnos, usando una bella expresión de San Pablo VI, en una Iglesia que «se hace coloquio» (Carta enc. Ecclesiam suam, n. 34). Una Iglesia “de yugo suave” (cf. Mt 11, 30), que no impone cargas y que repite a todos: “Vengan, fatigados y oprimidos, vengan, ustedes que han extraviado el camino o que se sienten alejados, vengan, ustedes que le han cerrado las puertas a la esperanza: ¡la Iglesia está aquí para ustedes!”. ¡La Iglesia de puertas abiertas para todos, todos, todos!

3. Hermanos y hermanas, Pueblo santo de Dios, ante las dificultades y los desafíos que nos esperan, la mirada de Jesús que bendice y que acoge nos impide caer en algunas tentaciones peligrosas: la de ser una Iglesia rígida ― una aduana ―, que se arma contra el mundo y mira hacia atrás; la de ser una Iglesia tibia, que se rinde a las modas del mundo; la de ser una Iglesia cansada, replegada en sí misma. En el libro del Apocalipsis, el Señor dice: “Yo estoy a la puerta y llamo, para la puerta sea abierta”; pero muchas veces, hermanos y hermanas, Él llama a la puerta, pero desde dentro de la Iglesia, para que dejemos salir al Señor con la Iglesia a proclamar su Evangelio.

Caminemos juntos: humildes, ardientes y alegres. Caminemos siguiendo las huellas de San Francisco de Asís, el santo de la pobreza y la paz, el “loco de Dios” que llevó en su cuerpo los estigmas de Jesús y, para revestirse de Él, se despojó de todo. ¡Qué difícil es esta expoliación interior y también exterior para todos nosotros y también para las instituciones! San Buenaventura cuenta que, mientras oraba, el Crucifijo le dijo: «Ve y repara mi iglesia» (Legenda maior, II, 1). El Sínodo sirve para recordarnos esto: nuestra Madre Iglesia tiene siempre necesidad de purificación, de ser “reparada”, porque todos nosotros somos un Pueblo de pecadores perdonados ― ambas cosas: pecadores perdonados ―, siempre necesitados de volver a la fuente que es Jesús y ponernos de nuevo en los caminos del Espíritu para alcanzar a todos con su Evangelio. Francisco de Asís, en un período de grandes luchas y divisiones, entre el poder temporal y el religioso, entre la Iglesia institucional y las corrientes heréticas, entre cristianos y otros creyentes, no criticó ni atacó a ninguno, sólo abrazó las armas del Evangelio, es decir, la humildad y la unidad, la oración y la caridad. ¡Hagamos lo mismo también nosotros! Humildad y unidad, oración y caridad.

Y si el Pueblo santo de Dios con sus pastores, de todas partes del mundo, alimenta expectativas, esperanzas e incluso algunos temores sobre el Sínodo que comenzamos, recordemos una vez más que éste no es una reunión política, sino una convocación en el Espíritu; no un parlamento polarizado, sino un lugar de gracia y comunión. El Espíritu Santo, después, a menudo deshace nuestras expectativas para crear algo nuevo, que supera nuestras previsiones y negatividades. Quizá puedo decir que los momentos más fructuosos del Sínodo son los de oración, también el ambiente de oración, con el que el Señor actúa en nosotros. Abrámonos a Él e invoquémoslo a Él: Él es el protagonista, el Espíritu Santo. ¡Dejemos que Él sea el protagonista del Sínodo! Y con Él caminemos, en la confianza y con alegría.

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