CATEQUESIS DEL PAPA: DIOS SALVA LO QUE ESTÁ PERDIDO (10/06/2020)

Prosiguiendo este 10 de junio con su ciclo de catequesis sobre la oración, el Papa Francisco se centró esta mañana en el libro del Génesis que, a través de las vivencias de hombres y mujeres de épocas lejanas, nos cuenta historias en las que podemos reflejar nuestra vida. En esta ocasión, reflexionó sobre la figura de Jacob, un hombre que había hecho de la sagacidad su mejor cualidad. “En los momentos oscuros, momentos de pecado, momentos de desorientación... Allí, hay una cita con Dios, siempre”, dijo el Papa en la Audiencia General de este día, desde la Biblioteca del Palacio Apostólico. Reproducimos a continuación el texto completo de su catequesis, traducido del italiano:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos nuestra catequesis sobre el tema de la oración. El libro del Génesis, a través de las vivencias de hombres y mujeres de épocas lejanas, nos cuenta historias en las que podemos reflejar nuestra vida. En el ciclo de los patriarcas encontramos también la de un hombre que había hecho de la sagacidad su mejor cualidad: Jacob. El relato bíblico nos habla de la difícil relación que Jacob tenía con su hermano Esaú. Desde pequeños, hay rivalidad entre ellos, y nunca será superada. Jacob es el segundo hijo – eran gemelos –, pero mediante el engaño consigue arrebatar a su padre Isaac la bendición y el don de la primogenitura (cf. Gn 25, 19-34). Es sólo la primera de una larga serie de “astucias” de las que este hombre sin escrúpulos es capaz. También el nombre “Jacob” significa alguien que tiene sagacidad al moverse.

Obligado a huir lejos de su hermano, en su vida parece tener éxito en cualquier empresa. Es hábil en los negocios: se enriquece mucho, convirtiéndose en propietario de un rebaño enorme. Con tenacidad y paciencia consigue casarse con la hija más hermosa de Labán, de la que estaba realmente enamorado. Jacob – diríamos con lenguaje moderno – es un hombre que “se ha hecho a sí mismo”, con ingenio, sagacidad, es capaz de conquistar todo lo que desea. Pero le falta algo. Le falta la relación viva con sus raíces.

Y un día siente la llamada a casa, a su antigua patria, donde todavía vivía Esaú, el hermano con el que siempre había mantenido una pésima relación. Jacob parte y realiza un largo viaje con una caravana numerosa de personas y animales, hasta que llega a la última etapa, al torrente Jabbok. Aquí el libro del Génesis nos ofrece una página memorable (cf. 32, 23-33). Relata que el patriarca, después de haber hecho atravesar el río a toda su gente y a todo el ganado – que era mucho –, se queda solo en la orilla extranjera. Y piensa: ¿Qué le espera para el mañana? ¿Qué actitud asumirá su hermano Esaú, al que había robado la primogenitura? La mente de Jacob es un torbellino de pensamientos… Y, mientras oscurece, de repente un desconocido lo aferra y comienza a luchar con él. El Catecismo explica: «La tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y victoria de la perseverancia» (CEC, 2573).

Jacob luchó durante toda la noche, sin soltar nunca a su adversario. Al final es vencido, golpeado por su rival en el nervio ciático, y desde entonces será cojo para toda la vida. Aquel misterioso luchador pregunta el nombre al patriarca y le dice: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel. Porque has combatido con Dios y con los hombres y has vencido» (v. 29). Como diciendo: nunca serás el hombre que camina así, sino recto. Le cambia el nombre, le cambia la vida, le cambia la actitud; te llamarás Israel. Entonces también Jacob pide al otro: «Revélame tu nombre». Aquél no se lo revela, pero en compensación lo bendice. Y Jacob entiende que ha encontrado a Dios «cara a cara» (cf. vv. 30-31).

Luchar con Dios: una metáfora de la oración. Otras veces Jacob se había mostrado capaz de dialogar con Dios, de sentirlo como presencia amiga y cercana. Pero en esa noche, a través de una lucha que dura mucho tiempo y que casi lo ve sucumbir, el patriarca sale cambiado. Cambio de nombre, cambio de modo de vivir y cambio de la personalidad: sale cambiado. Por una vez ya no es dueño de la situación – su sagacidad no sirve –, ya no es el hombre estratega y calculador; Dios lo devuelve a su verdad de mortal que tiembla y tiene miedo, porque Jacob en la lucha tenía miedo. Por una vez Jacob no tiene otra cosa que presentar a Dios que su fragilidad y su impotencia, también sus pecados. Y es este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con la cual entra cojeando en la tierra prometida: vulnerable, y vulnerado, pero con el corazón nuevo. Una vez escuché decir a un hombre anciano – buen hombre, buen cristiano, pero pecador que tenía mucha confianza en Dios – decía: “Dios me ayudará; no me dejará solo. Entraré en el paraíso, cojeando, pero entraré”. Jacob, antes era alguien seguro de sí mismo, confiaba en su propia sagacidad. Era un hombre impermeable a la gracia, refractario a la misericordia; no conocía que era la misericordia. “¡Aquí estoy yo, mando yo!”, no consideraba que necesitara misericordia. Pero Dios salvó lo que estaba perdido. Le hizo entender que era limitado, que era un pecador que necesitaba misericordia y lo salvó.

Todos nosotros tenemos una cita en la noche con Dios, en la noche de nuestra vida, en las muchas noches de nuestra vida: momentos oscuros, momentos de pecados, momentos de desorientación. Ahí hay una cita con Dios, siempre. Él nos sorprenderá en el momento en el que no nos lo esperemos, en el que nos encontremos realmente solos. En aquella misma noche, combatiendo contra lo desconocido, tomaremos conciencia de ser solo pobres hombres – me permito decir “pobrecitos” –, pero, precisamente entonces, en el momento que nos sentimos “pobrecitos” no deberemos temer: porque en ese momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha dejado cambiar por Él. Esta es una hermosa invitación a dejarnos cambiar por Dios. Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a cada uno de nosotros. “Señor, Tú me conoces”, puede decirlo cada uno de nosotros. “Señor, Tú me conoces. Cámbiame”.

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