CATEQUESIS DEL PAPA 8/02/2012: CUANDO PARECE QUE DIOS NO ESCUCHA
Un llamado en favor de las poblaciones golpeadas por la inusual ola de frío que afectó en estos días a algunas regiones de Europa fue lanzado por el Papa durante la audiencia general de este miércoles 8 de febrero, celebrada a las 10:30 en el Aula Pablo VI. Expresando su preocupación por los “fuertes inconvenientes” y los “ingentes daños” provocados por el mal tiempo, Benedicto XVI invitó a rezar por las víctimas y por sus familiares. Al mismo tiempo, manifestó su cercanía a todas las “personas afectadas por esos trágicos sucesos” y animó “a la solidaridad a fin de que se les socorra con generosidad”.
El Papa, prosiguiendo con las catequesis sobre la oración, dedicó su catequesis de hoy al grito de Jesús en la cruz “en el momento en que se encuentra ante la muerte” y parece experimentar el “abandono, la ausencia de Dios”. En realidad — explicó— él tiene “la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto”.
Compartimos a continuación el texto completo de la catequesis de hoy de Benedicto XVI:
Hoy me gustaría reflexionar con ustedes sobre la oración de Jesús ante la inminencia de su muerte, reflexionando sobre lo que nos refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas describen la oración de Jesús agonizante no solo en la lengua griega, en la que está escrita su historia, sino por la importancia de esas palabras, también en una mezcla de hebreo y arameo. De esta manera han transmitido no sólo el contenido sino incluso el sonido que esta oración ha tenido en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús tal como fueron. Al mismo tiempo, han descrito la actitud de los presentes en la crucifixión, que no entienden -o no quieren entender- esta oración.
Escribe san Marcos, como hemos escuchado: “Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: ‘Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?’, que quiere decir: ‘¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?’ ”(15, 34). En la estructura de la historia, la oración, el grito de Jesús se sitúa al final de tres horas de oscuridad, que desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cayó sobre toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad, a su vez, son una continuación de un anterior lapso de tiempo, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san Marcos nos informa por cierto que: “Eran las nueve de la mañana cuando le crucificaron” (cf. 15, 25). De todas las indicaciones de tiempo de la historia, las seis horas de Jesús en la cruz se dividen en dos partes equivalentes cronológicamente.
En las primeras tres horas, desde las nueve hasta las doce, vienen las burlas de los diferentes grupos de personas que muestran su escepticismo, que dicen no creer. San Marcos escribe: “Los que pasaban por allí lo insultaban” (15, 29), “igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas” (15, 31), “también le injuriaban los que con él estaban crucificados” (15, 32). En las siguientes tres horas, desde el mediodía “hasta las tres de la tarde”, el evangelista habla sólo de la oscuridad que descendió sobre toda la tierra: la oscuridad ocupa sola toda la escena sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, solo está la oscuridad que cae “sobre toda la tierra”. Incluso el cosmos participa en este evento: la oscuridad envuelve personas y cosas, pero incluso en esta hora oscura Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es un signo de la presencia y de la actividad del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios que es capaz de vencer toda tiniebla. En el libro del Éxodo, por ejemplo, leemos: “Yahvé dijo a Moisés: ‘Yo me acercaré a ti en una densa nube’ ” (19, 9) y otra vez: “Y la gente se mantuvo a distancia mientras Moisés se acercaba a la densa nube donde estaba Dios” (20, 21). Y en los discursos del Deuteronomio, Moisés dice: “La montaña ardía en llamas hasta el mismo cielo, entre tenebrosa nube y nubarrón” (4, 11); ustedes “oyeron la voz que salía de las tinieblas, mientras la montaña ardía” (5, 23). En la escena de la crucifixión de Jesús las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para dar vida, con su acto de amor.
Volviendo a la narración de san Marcos, frente a los insultos de los diversos tipos de personas, en la oscuridad que se cierne sobre todo, en el momento en que está frente a la muerte, Jesús con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte, en que parece haber abandono, ausencia de Dios, Él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto supremo de amor, de entrega total de sí mismo, a pesar de que no se escuche, como en otras ocasiones, la voz que viene de lo alto. Leyendo los evangelios, nos damos cuenta que en otros momentos importantes de su vida terrena, Jesús había visto signos asociados con la presencia del Padre y la aprobación de su camino de amor, incluso la voz clarificadora de Dios. Así, en la historia que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, había escuchado la palabra del Padre: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 11). Después en la transfiguración, al signo de la nube le acompañó la palabra: “Este es mi Hijo amado, escúchenle” (Mc 9, 7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, enmudece, no se oye ninguna voz, pero la mirada del amor del Padre permanece fija en el don del amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que lanza al Padre: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, ¿la duda de su misión, de la presencia del Padre? ¿En esta oración no es quizás la propia conciencia de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse abandonado y la conciencia cierta de la presencia de Dios entre su pueblo. El salmista reza: “Clamo de día, Dios mío, y no respondes, también de noche, sin ahorrar palabras. ¡Pero tú eres el Santo, entronizado en medio de la alabanza de Israel!” (vv. 3-4). El salmista habla de “grito” para expresar todo el sufrimiento de su oración ante Dios aparentemente ausente: en el momento de la angustia, la oración se convierte en un grito.
Y esto ocurre también en nuestra relación con el Señor: frente a las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no temamos en confiarle todo el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento, debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque aparentemente calla.
Al repetir desde la cruz las mismas palabras iniciales del Salmo, “Elì, Elì, lemà sabactàni?” -“¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27, 46)-, gritando las palabras del Salmo, Jesús ora en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; ora, sin embargo, con el Salmo, conciente de la presencia de Dios Padre aún en esta hora, en la que se siente el drama humano de la muerte. Sin embargo surge en nosotros una pregunta: ¿cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitarle a su Hijo esta terrible experiencia? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, ni es el grito de quien se sabe abandonado. Jesús en aquel momento hace suyo todo el Salmo 22, el salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no solo el castigo de su pueblo, sino también el de todos los hombres que sufren por la opresión del mal; y al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo en la certeza de que su grito será atendido en la resurrección, “el grito en el extremo tormento es al mismo tiempo la certeza de la respuesta divina -certeza de la salvación no sólo para Jesús mismo-, sino para ‘muchos’ ” (Gesù di Nazaret II, 239-240). En esta oración de Jesús se encierra la máxima confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente y cuando parece permanecer en silencio, siguiendo un designio para nosotros incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia Católica se lee así: “En el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió en nuestra separación de Dios a causa del pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: ‘¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’ ” (n. 603). El suyo es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que viene del amor y lleva en sí la redención, la victoria del amor.
Las personas presentes bajo la cruz de Jesús no pueden entender y piensan que su grito es una oración dirigida a Elías. En una escena conmocionada, tratan de saciarle la sed para prolongarle la vida y ver si Elías realmente viene en su rescate, pero un fuerte grito pone fin a su deseo, y a la vida terrena de Jesús. En el momento último, Jesús dejó que su corazón expresara el dolor, pero deja salir, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consentimiento de su plan de salvación para la humanidad. También nosotros nos situamos siempre y de nuevo de frente al “hoy” del sufrimiento, del silencio de Dios --lo expresamos muchas veces en nuestra oración--, pero también estamos frente al “hoy” de la resurrección, de la respuesta de Dios que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos, para llevarlos junto con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Enc. Spe salvi, 35-40).
Queridos amigos, en la oración traemos a Dios nuestras cruces diariamente, en la certeza de que Él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración, debemos superar las barreras de nuestro “yo” y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y sufrimientos de los demás. La oración de Jesús agonizante en la cruz nos enseña a orar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que permanecen en el dolor, sin una palabra de consuelo; traigamos todo esto al corazón de Dios, para que ellos puedan sentir también el amor de Dios que nunca nos abandona. Gracias.
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