LA MISERICORDIA ES LA EXPERIENCIA DE SENTIRSE AMADOS POR DIOS EN NUESTRA MISERIA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA EN LA BASÍLICA DE COLLEMAGGIO (28/08/2022)

En el marco de su visita pastoral al L’Aquila para participar en el Jubileo del “Perdón Celestiniano”, el Papa celebró este 28 de mayo la Santa Misa en el atrio de la Basílica de Collemaggio, en L’Aquila, reflexionando en su homilía sobre el don de la misericordia y la fuerza de la humildad. “No hay otra manera de cumplir la voluntad de Dios que asumiendo la fuerza de los humildes”, dijo el Papa Francisco antes de que, al término de la Misa, abriera la Puerta Santa del Jubileo del “Perdón Celestiniano” inspirado por el Papa Celestino V. Compartimos a continuación, el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

Los santos son una explicación fascinante del Evangelio. Su vida es el punto de vista privilegiado desde el que podemos apreciar la buena noticia que Jesús vino a anunciar, es decir que Dios es nuestro Padre y cada uno de nosotros es amado por Él. Este es el corazón del Evangelio, y Jesús es la prueba de este Amor, su encarnación, su rostro.

Hoy celebramos la Eucaristía en un día especial para esta ciudad y para esta Iglesia: el Perdón Celestino. Aquí se custodian las reliquias del santo Papa Celestino V. Este hombre parece darse cuenta plenamente de lo que hemos escuchado en la primera lectura: «Cuanto más grande seas, tanto más hazte humilde, y encontrarás gracia ante el Señor» (Sir 3,18). Recordamos erróneamente la figura de Celestino V como “el que hizo la gran negativa”, según la expresión de Dante en la Divina Comedia; pero Celestino V no fue el hombre del “no”, fue el hombre del “sí”.

De hecho, no hay otra manera de realizar la voluntad de Dios que asumiendo la fuerza de los humildes, no hay otra. Precisamente porque son así, los humildes parecen a los ojos de los hombres débiles y perdedores, pero en realidad son los verdaderos vencedores, porque son los únicos que confían plenamente en el Señor y conocen su voluntad. Es en efecto «a los mansos a quienes Dios revela sus secretos. [...] Por los humildes es glorificado» (Sir 3, 19-20). En el espíritu del mundo, que es dominado por el orgullo, la Palabra de Dios de hoy nos invita a hacernos humildes y mansos. La humildad no consiste en la desvalorización de sí mismo, sino en ese sano realismo que nos hace reconocer nuestras potencialidades y también nuestras miserias. A partir precisamente de nuestras miserias, la humildad nos hace apartar la mirada de nosotros mismos para dirigirla a Dios, Aquel que todo lo puede y que nos obtiene también lo que solos no logramos tener. «Todo es posible para el que cree» (Mc 9, 23).

La fuerza de los humildes es el Señor, no las estrategias, los medios humanos, las lógicas de este mundo, los cálculos... No, es el Señor. En tal sentido, Celestino V fue un testigo valiente del Evangelio, porque ninguna lógica de poder pudo aprisionarlo y manejarlo. En él admiramos una Iglesia libre de las lógicas mundanas y plenamente testigo de ese nombre de Dios que es la Misericordia. Ésta es el corazón mismo del Evangelio, porque la misericordia es sabernos amados en nuestra miseria. Van juntas. No se puede entender la misericordia si no se entiende la propia miseria. Ser creyentes no significa acercarse a un Dios oscuro y que da miedo. Nos lo ha recordado la Carta a los Hebreos: «No te acercaste a algo tangible, ni a un fuego ardiente, ni a la oscuridad, tiniebla y tempestad, ni al sonido de una trompeta y el sonido de palabras, mientras los que lo escuchaban rogaban a Dios que ya no les dirigiera la palabra» (12, 18-19). No, queridos hermanos y hermanas, nos hemos acercado a Jesús, el Hijo de Dios, que es la Misericordia del Padre y el Amor que salva. La misericordia es Él, y con la misericordia puede hablar solamente nuestra miseria. Si alguno de nosotros piensa que puede llegar a la misericordia por otro camino que no sea el de nuestra propia miseria, ha equivocado de camino. Por eso es importante comprender la propia realidad.

L'Aquila, desde hace siglos, mantiene vivo el don que el propio Papa Celestino V le dejó. Es el privilegio de recordar a todos que con la misericordia, y sólo con ella, la vida de todo hombre y mujer puede ser vivida con alegría. Misericordia es la experiencia de sentirse acogidos, vueltos a poner de pie, fortalecidos, curados, animados. Ser perdonados es experimentar aquí y ahora lo que más se acerca a la resurrección. El perdón es pasar de la muerte a la vida, de la experiencia de la angustia y la culpa a la de la libertad y la alegría. Que este templo sea siempre lugar donde podamos reconciliarnos, y experimentar esa Gracia que nos pone de nuevo en pie y nos da otra posibilidad. Nuestro Dios es el Dios de las posibilidades: “¿Cuántas veces, Señor? ¿Una? ¿Siete?” – “Setenta veces siete”. Es el Dios que siempre te da otra posibilidad. Que sea un templo del perdón, no sólo una vez al año, sino siempre, todos los días. Es así, de hecho, como se construye la paz, a través del perdón recibido y dado.

Partir de la propia miseria y buscar ahí, buscando cómo llegar al perdón, porque incluso en la propia miseria siempre encontraremos una luz que es el camino para ir con el Señor. Es Él quien hace la luz en la miseria. Hoy, por la mañana, por ejemplo, pensé en esto, cuando llegábamos a L’Aquila y no podíamos aterrizar: niebla espesa, todo oscuro, no se podía. El piloto del helicóptero daba vueltas, daba vueltas, daba vueltas... Finalmente vio un pequeño agujero y entró por allí: lo consiguió, un maestro. Y pensé en la miseria: con la miseria sucede lo mismo, con la propia miseria. Tantas veces ahí, mirando lo que somos, nada, menos que nada; y damos vueltas, damos vueltas... Pero a veces el Señor hace un pequeño agujero: ¡métete ahí dentro, son las llagas del Señor! Ahí está la misericordia, pero está en tu miseria. Ahí está el hueco que en tu miseria hace el Señor para poder entrar. Misericordia que viene en tu miseria, en la mía, en la nuestra.

Queridos hermanos y queridas hermanas, han sufrido mucho a causa del terremoto, y como pueblo están intentando levantarse de nuevo y volver a ponerse de pie. Pero quien ha sufrido debe poder atesorar el propio sufrimiento, debe comprender que en la oscuridad experimentada, se les ha dado también el don de comprender el dolor de los demás. Pueden custodiar el don de la misericordia porque conocen lo que significa perderlo todo, ver derrumbarse lo que se ha construido, dejar lo les era más querido, sentir el desgarro de la ausencia de quien se ha amado. Pueden custodiar la misericordia porque han experimentado la miseria.

Cada uno en la vida, sin haber vivido forzosamente un terremoto, puede, por así decirlo, experimentar un “terremoto del alma”, que lo pone en contacto con su propia fragilidad, sus propios límites, su propia miseria. En esta experiencia, se puede perder todo, pero también se puede aprender la verdadera humildad. En tales circunstancias, uno puede dejarse enfurecer por la vida, o se puede aprender la mansedumbre. Humildad y mansedumbre, entonces, son las características de quien tiene la tarea de custodiar y dar testimonio de la misericordia. Sí, porque la misericordia, cuando viene a nosotros, es para que la custodiemos, y también para que podamos dar testimonio de esta misericordia. Es un don para mí, la misericordia, para mí, miserable, pero esta misericordia también debe ser transmitida a los demás como un don de parte del Señor.

Sin embargo, hay una campana de alarma que nos dice si estamos equivocando el camino, y el Evangelio de hoy lo recuerda (cf. Lc 14, 1.7-14). Jesús es invitado a comer – hemos escuchado – a casa de un fariseo y observa con atención cómo muchos corren a tomar los mejores lugares en la mesa. Esto lo inspira para contar una parábola que sigue siendo válida también para nosotros hoy: «Cuando seas invitado a las bodas de alguien, no te pongas en primer lugar, porque no vaya a ser que haya otro invitado más digno que tú, y el que te invitó a ti y a él venga a decirte: “¡Cédele el lugar, por favor, y tú vete para atrás!”. Entonces tendrás que ocupar el último lugar con vergüenza» (vv. 8-9). Muchas veces se piensa que se vale con base en el lugar que se ocupa en este mundo. El hombre no es el lugar que ocupa, el hombre es la libertad de la que es capaz y que manifiesta plenamente cuando ocupa el último lugar, o cuando se le reserva un lugar en la Cruz.

El cristiano sabe que su vida no es una carrera a la manera de este mundo, sino una carrera a la manera de Cristo, que dirá de sí mismo que ha venido a servir y no para ser servido (cf. Mc 10, 45). Mientras no comprendamos que la revolución del Evangelio está toda en este tipo de libertad, seguiremos asistiendo a guerras, violencia e injusticias, que no son más que el síntoma externo de una falta de libertad interior. Ahí donde no hay libertad interior, se hacen camino el egoísmo, el individualismo, el interés, la opresión y todas estas miserias. Y toman el mando, las miserias.

Hermanos y hermanas, ¡que L'Aquila sea realmente capital del perdón, capital de paz y reconciliación! Que L'Aquila sepa ofrecer a todos esa transformación que María canta en el Magnificat: «Derribó a los poderosos de sus tronos, enalteció a los humildes» (Lc 1, 52); la que Jesús nos recordó en el Evangelio de hoy: «Quien se enaltece será humillado, y quien se humilla será exaltado» (Lc 14, 11). Y es precisamente a María, venerada por ustedes con el título de Salvación del pueblo de L'Aquila, a quien queremos encomendar el propósito de vivir según el Evangelio. Que su maternal intercesión obtenga para el mundo entero el perdón y la paz. La conciencia de la propia miseria y la belleza de la misericordia.

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