HUMILDAD, COMUNIÓN Y RENUNCIA PARA EL BIEN DE LA IGLESIA: HOMILÍA DEL PAPA EN LA MISA POR LA XXI ASAMBLEA GENERAL DE CARITAS (23/05/2019)

El Santo Padre celebró este 23 de mayo, la Santa Misa con motivo de la XXI Asamblea General de Caritas Internationalis, en la que profundizó sobre el dilema al que se enfrentaban los discípulos de Jesús cuando los gentiles comenzaron a convertirse a la fe cristiana: ¿tienen éstos que adaptarse, como los demás, a todas las normas de la ley antigua? Una cuestión compleja, una decisión difícil de tomar, puesto que el Señor ya no estaba presente. En su homilía, inspirada en la lectura de los Hechos de los Apóstoles en la que se narra cómo fue la “primera gran reunión de la historia de la Iglesia” el Santo Padre profundizó sobre el dilema al que se enfrentaban los discípulos de Jesús en las primeras comunidades, ante la conversión de los paganos. Compartimos a continuación el texto completo de su homilía, traducido del italiano:

La Palabra de Dios, en la lectura de hoy de los Hechos de los Apóstoles, narra la primera gran reunión de la historia de la Iglesia. Ocurría una situación inesperada: los paganos venían a la fe. Y nace una cuestión: ¿deben adecuarse, como los demás, también a todas las normas de la Ley antigua? Era una decisión difícil de tomar y el Señor no estaba ya presente. Habría que preguntarse: ¿por qué Jesús no había dejado una sugerencia para dirimir al menos esta primera «gran discusión» (Hch 15, 7)? Habría bastado una pequeña indicación a los Apóstoles, que por años habían estado con Él cada día. ¿Por qué Jesús no había dado reglas siempre claras y rápidamente resolutivas?

He aquí la tentación de la eficiencia, del pensar que la Iglesia va bien si tiene todo bajo control, si vive sin sacudidas, con la agenda siempre en orden, todo regulado… Y también la tentación de la casuística. Pero el Señor no procede así; de hecho a los suyos desde el cielo no manda una respuesta, manda el Espíritu Santo. Y el Espíritu no viene trayendo el orden del día, viene como fuego. Jesús no quiere que la Iglesia sea un modelito perfecto, que se complace de la propia organización y es capaz de defender el propio buen nombre. Pobres aquellas Iglesias particulares que se afanan tanto en la organización, en los planes, buscando tener todo claro, todo distribuido. Me hace sufrir. Jesús no vivió así, sino en camino, sin temer las sacudidas de la vida. El Evangelio es nuestro programa de vida, ahí está todo. Nos enseña que las cuestiones no se enfrentan con la receta lista y que la fe no es una hoja de ruta, sino un «Camino» (Hch 9, 2) a recorrer juntos, siempre juntos, con espíritu de confianza. Del relato de los Hechos aprendamos tres elementos esenciales para la Iglesia en camino: la humildad de la escucha, el carisma del conjunto, la valentía de la renuncia.

Comencemos por el final: la valentía de la renuncia. El resultado de esa grande discusión no fue imponer algo nuevo, sino dejar algo viejo. Sin embargo esos primeros cristianos no habían abandonado nada: se trataba de tradiciones y preceptos religiosos importantes, apreciados por el pueblo elegido. Estaba en juego la identidad religiosa. Sin embargo eligieron que el anuncio del Señor va primero y vale más que todo. Por el bien de la misión, para anunciar a cualquiera, de manera transparente y creíble, que Dios es amor, también esas convicciones y tradiciones humanas que son más obstáculo que ayuda, pueden y deben ser abandonadas. La valentía de dejar. También nosotros necesitamos redescubrir juntos la belleza de la renuncia, ante todo a nosotros mismos. San Pedro dice que le Señor “purificó los corazones con la fe” (cf. Hch 15, 9). Dios purifica, Dios simplifica, ha menudo hace crecer quitando, no añadiendo, como haríamos nosotros. La verdadera fe purifica de los apegos. Para seguir el Señor se necesita caminar ágiles y para hacerlo se requiere aligerarse, aún si nos cuesta. Como Iglesia, no estamos llamados a compromisos de negocios, sino a arrebatos evangélicos. Y en el purificarse, en el reformarse debemos evitar el gatopardismo, o sea el fingir cambiar algo para en realidad no cambiar nada. Esto sucede por ejemplo cuando, por buscar estar al paso con los tiempos, se disfraza un poco la superficie de las cosas, pero es sólo maquillaje para parecer jóvenes. El señor no quiere ajustes cosméticos, quiere la conversión del corazón, que pasa a través de la renuncia. Salir de sí es la reforma fundamental.

Vemos como llegan los primeros cristianos. Llegan al coraje de la renuncia partiendo de la humildad de la escucha. Se han ejercitado en el desinterés de sí mismo: vemos que cada uno deja hablar al otro y está disponible a cambiar las propias convicciones. Sabe escuchar sólo quien deja que la voz del otro entre verdaderamente en él. Y cuando crece el interés por los demás, aumenta el desinterés por sí mismo. Nos hacemos humildes siguiendo el camino de la escucha, que frena el deseo de afirmarse, el llevar adelante resueltamente las propias ideas, el buscar consensos por todos los medios. La humildad nace cuando, más allá que hablar, se escucha; cuando se deja de estar en el centro. Después crece a través de la humillación. Es el camino del servicio humilde, el que ha recorrido Jesús. Es sobre este camino de caridad que el Espíritu desciende y orienta.

Para quien quiere recorrer los caminos de la caridad, la humildad y la escucha significan oídos prestos a los pequeños. Miremos de nuevo a los primeros cristianos: todos callan para escuchar a Bernabé y Pablo. Eran los últimos en llegar, pero les dejan referir todo lo que Dios había hecho a través de ellos (cf. v. 12). Es siempre importante escuchar la voz de todos, especialmente de los pequeños y de los últimos. En el mundo quien tiene más medios habla más, pero entre nosotros no puede ser así, porque Dios ama revelarse por medio de los pequeños y los últimos. Y a cada uno pide no mirar a nadie desde arriba. Es lícito mirara una persona desde arriba solamente para ayudarla a levantarse; la única vez, de otro modo no se puede.

Es en fin la escucha de la vida: Pablo y Bernabé cuentan experiencias, no ideas. La Iglesia hace el discernimiento así; no frente a la computadora, sino frente a la realidad de las personas. Se discuten las ideas, pero las situaciones se disciernen. Las personas antes que los programas, con la mirada humilde de quien sabe buscar en los demás la presencia de Dios, que no habita en la grandeza de lo que hacemos, sino en la pequeñez de los pobres que encontramos. Si no los miramos directamente, terminamos por mirar siempre hacia nosotros mismos; y para hacer de ellos instrumentos de nuestra propia afirmación, usamos a los demás.

De la humildad de la escucha a la valentía de la renuncia, todo pasa a través de el carisma del conjunto. De hecho, en la discusión de la primera Iglesia la unidad prevalece siempre sobre las diferencias. Para cada uno el primer lugar no son las propias preferencias y estrategias, sino el ser y sentirse Iglesia de Jesús, reunida en torno a Pedro, en la caridad que no crea uniformidad, sino comunión. Ninguno sabía todo, ninguno tenía el conjunto de los carismas, pero cada uno mantenía el carisma del conjunto. Es esencial, porque no se puede hacer verdaderamente el bien sin desearse de verdad el bien. ¿Cuál era el secreto de esos cristianos? Tenían sensibilidad y orientaciones distintos, había también personalidades fuertes, pero estaba la fuerza de amarse en el Señor. Lo vemos en Santiago que, al momento de sacar las conclusiones, dice pocas palabras suyas y cita mucha Palabra de Dios (cf. vv. 16-18). Deja hablar a la Palabra. Mientras las voces del diablo y del mundo traen la división, la voz del buen Pastor forma un solo rebaño. Y así la comunidad se funda en la Palabra de Dios y permanece en su amor.

«Permanezcan en mi amor» (Jn 15, 9): es lo que pide Jesús en el Evangelio. ¿Y cómo se hace? Se necesita estar cerca de Él, Pan compartido. Nos ayuda estar frente al tabernáculo y frente a muchos tabernáculos vivos que son los pobres. La Eucaristía y los pobres, tabernáculo fijo y tabernáculos móviles: ahí se permanece en al amor y se absorbe la mentalidad del Pan compartido. Ahí se entiende el «cómo» del que habla Jesús: «Como el Padre me amó, así yo los he amado» (ibid.). Y ¿cómo el Padre amó a Jesús? Dándole todo, no reteniendo nada para sí. Lo decimos en el Credo: «Dios de Dios, luz de luz»; le ha dado todo. Cuando nos abstenemos de dar, cuando en el primer lugar están nuestros intereses a defender, no imitamos el “cómo” de Dios, no somos una Iglesia libre y liberadora. Jesús pide permanecer en Él, no en nuestras ideas; salir de la pretensión de controlar y gestionar; nos pide confiarnos en el otro y donarnos al otro. Pidamos al Señor que nos libere de la eficiencia, de la mundanidad, de la sutil tentación de rendir culto a nosotros mismos y a nuestra bondad, de la obsesiva organización. Pidamos la gracias de acoger el camino indicado por la Palabra de Dios: humildad, comunidad, renuncia.

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