FIDELIDAD Y MISERICORDIA SON INSEPARABLES: HOMILÍA DEL PAPA EN EL JUBILEO DE LA CURIA ROMANA (22/02/2016)

En la fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro Apóstol, el Papa Francisco presidió, la mañana de este lunes 22 de febrero, la concelebración de la Santa Misa en la Basílica de San Pedro para celebrar el Jubileo de la Misericordia como comunidad de servicio de la Curia Romana, del Governatorato y de las Instituciones relacionadas con la Santa Sede. En su homilía el Papa Francisco destacó que tras atravesar la Puerta Santa y llegar hasta la tumba del Apóstol Pedro, para realizar la profesión de fe, la Palabra de Dios ilumina de modo especial todos los gestos, en el momento en a cada uno el Señor Jesús repite la pregunta que se lee en el Evangelio de Mateo: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy?" Compartimos a continuación, el texto completo de la homilía del Papa, traducido del italiano:

La fiesta litúrgica de la Cátedra de san Pedro nos ve reunidos para celebrar el Jubileo de la Misericordia como comunidad de servicio de la Curia Romana, del Governatorato y de las Instituciones relacionadas con la Santa Sede. Hemos atravesado la Puerta Santa y estamos junto a la tumba del Apóstol Pedro para hacer nuestra profesión de fe; y hoy la Palabra de Dios ilumina de modo especial nuestros gestos.

En este momento, a cada uno de nosotros el Señor Jesús repite su pregunta: “¿Ustedes, quién dicen que soy?” (Mt 16, 15). Una pregunta clara y directa, frente a la cual no es posible escaparse o permanecer neutrales, ni posponer la respuesta o delegarla a otro. Pero en ella, no hay nada inquisidor, al contrario, ¡está llena de amor! El amor de nuestro único Maestro, que hoy nos llama a renovar la fe en Él, reconociéndolo como Hijo de Dios y Señor de nuestra vida. Y el primer llamado a renovar su profesión de fe es el Sucesor de Pedro, que lleva consigo la responsabilidad de confirmar a los hermanos (cfr Lc 22, 32).

Dejemos que la gracia plasme nuevamente nuestro corazón para creer, y abra nuestra boca para llevar a cabo la profesión de fe y obtener la salvación (cfr Rom 10, 10). Hagamos nuestras, por tanto, las palabras de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Nuestro pensamiento y nuestra mirada estén fijos en Jesucristo, inicio y fin de toda acción de la Iglesia. Él es el fundamento y nadie puede colocar otro diferente (1 Cor 3, 11). Él es la “piedra” sobre la que debemos construir. Lo recuerda con palabras expresivas san Agustín cuando escribe que la Iglesia, a pesar de ser agitada y sacudida por los eventos de la historia, “no se derrumba, porque está fundada sobre la piedra, de la cual Pedro obtiene su nombre. No es la piedra que obtiene su nombre de Pedro, sino que es Pedro quien lo obtiene de la piedra; así como no es el nombre de Cristo el que proviene de ‘cristiano’, sino el nombre ‘cristiano’ el que proviene de Cristo. […] La piedra es Cristo, es el fundamento sobre el que también Pedro ha sido edificado” (En Joh 124, 5: PL 35, 1972).

De esta profesión de fe proviene para cada uno de nosotros, la tarea de corresponder a la llamada de Dios. A los pastores, ante todo, se les pide ser como modelos de Dios mismo que tiene cuidado de su rebaño. El profeta Ezequiel describió la manera de trabajar de Dios: Va en busca de la oveja perdida, trae de regreso al rebaño a la que estaba perdida, cura a la que está herida y cuida a la que está enferma (34, 16) Un comportamiento que es signo del amor que no conoce límites. Es una dedicación fiel, constante, incondicional, porque a todos los más débiles pueda llegar su misericordia. Y, sin embargo, no debemos olvidar que la profecía de Ezequiel surge de la constatación de la falta de pastores de Israel. Por tanto, nos hará bien también a nosotros, llamados a ser pastores de la Iglesia, dejar que el rostro de Dios Buen Pastor nos ilumine, nos purifique, nos transforme y nos restituya plenamente renovados a nuestra misión. Que también en nuestros ambientes de trabajo podamos sentir, cultivar y practicar un fuerte sentido pastoral, sobre todo hacia las personas que encontramos todos los días. Que ninguno se sienta descuidado o maltratado, sino que cada uno pueda experimentar, primero que nada, aquí, el cuidado amoroso del Buen Pastor.

Estamos llamados a ser los colaboradores de Dios en una empresa así de fundamental y única como es la de testimoniar con nuestra existencia la fuerza de la gracia que transforma y el poder del Espíritu que renueva. Dejemos que el Señor nos libere de toda tentación que aleja de lo esencial de nuestra misión y descubramos nuevamente la belleza de profesar la fe en el Señor Jesús. La fidelidad al ministerio se conjuga bien con la misericordia de la que deseamos hacer experiencia. En la Sagrada Escritura, por otra parte, fidelidad y misericordia con un binomio inseparable. Donde hay una, ahí se encuentra también la otra y justamente en su reciprocidad y complementariedad se puede ver la presencia misma del Buen Pastor. La fidelidad que se nos pide es aquella de actuar según el corazón de Cristo. Como hemos escuchado en las palabras del apóstol Pedro, debemos apacentar el rebaño con “ánimo generoso” y convertirnos en “modelo” para todos. De este modo, “cuando aparezca el Pastor supremo” podremos recibir “la corona de la gloria que no se marchita” (1 Pe 5, 14).

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